La
infancia está ligada automáticamente al juego, donde el jugar es un acto
creativo que no les ayuda sólo a aprehender el mundo, sino a resolver
conflictos y dificultades.
El juego ofrece la posibilidad de
entrar en relación real o imaginaria con el par bajo diversas formas.
Simultánea o alternativamente, el juego significa enfrentamiento y
colaboración, antagonismo y cooperación. Jugar el uno con el otro significa,
al mismo tiempo, jugar juntos. Como afirma Ana Malajovich (2000), “el
juego es patrimonio privilegiado de la infancia y uno de sus derechos
inalienables pero además, es una necesidad que la escuela debe no sólo respetar
sino también favorecer a partir de variadas situaciones que posibiliten su
despliegue”.
El juego simbólico es una
experiencia vital de la infancia que posibilita transformar, crear otros
mundos, vivir otras vidas, jugar a ser otros, y así aprender a pensar como los
otros, a sentir como los otros y, en definitiva, a saber que existen
formas de pensar y sentir diferentes a la propia.
Es un juego libre y autónomo,
apenas necesita condiciones, aunque se enriquece si los espacios, objetos o
tiempos de dedicación son propicios para que aparezcan. No precisa de la
intervención de los adultos, aunque a veces una mirada que demuestre interés lo
favorece y otras, lo inhibe. No necesita que se enseñe (los verdaderos expertos
son los niños). El mismo se puede jugar en solitario y en contextos escolares y
no escolares. El juego simbólico es pura acción espontánea y libre,
lleno de significado como acto, sin un fin predeterminado y necesariamente
ajeno a la intervención del adulto.
María Elena Parma
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